Comienza la cuenta atrás de la campaña electoral y los políticos compiten entre sí tratando de mostrar la mejor imagen y oferta posibles. Con este fin múltiples expertos, escuelas y asesores de imagen y comunicación saltan a la palestra para anunciarse imprescindibles y, de paso, ofrecer sus opiniones sobre los estilos comunicativos de los representantes de cada partido. Vivimos pues un momento muy interesante no sólo desde el punto de vista político y social sino también desde los valores y la cultura que rodea a todo este marketing.
Se suele repetir y aceptar sin discusión que un político no puede desarrollar su carrera o ganar unas elecciones sin ser asesorado o entrenado para exhibir la mejor imagen o expresarse con el lenguaje más persuasivo. Pero ¿Por qué sería necesario para un político suficientemente formado, comprometido, motivado por la causa y honesto recibir tal asesoramiento? ¿A caso no puede valerse por sí mismo? ¿No es suficiente con su pensamiento, actitudes y sentimientos para conectar, hacerse comprender, influir y convencer a los ciudadanos? ¿Acaso si se muestra tal como es podría perder votos? ¿Cómo saber entonces quién es el político? Y, en cualquier caso, ¿eso importa?
El término “asesores de imagen” nos debería de poner en alerta y concienciarnos de lo que ello implica: lavar la cara, decir cuándo y cómo hay que sonreír (cuidado con el sonreír cuando se carece de sinceridad, ya lo advertía Shakespeare en Hamlet: “Puede uno sonreír y sonreír y ser un bellaco”).
La captación urgente de votantes, lleva a la búsqueda del impacto inmediato y pone el acento necesariamente en la imagen física, en el vestuario, en la gesticulación acorde con un modelo prediseñado, en el uso de frases cortas que movilizan emociones… A su vez, la importancia de la repercusión en las redes propicia el carácter superficial de las comunicaciones, de ahí que muchos formadores o asesores de comunicación defiendan que el político actual, si desea tener éxito, debe saber manejarse con este lenguaje digital y con un estilo propio de los shows televisivos, dejando a un lado la argumentación.
La coherencia entre quién se es y la imagen que se exhibe es básica para confiar y depositar nuestro destino en alguien. Y es precisamente la confianza la que está herida. Desde este punto de partida, la cuestión es si los ciudadanos vamos a confiar en un político que muestre habilidades sociales para “batallar en corto” y exhibir un lenguaje de impacto para manejarse en las tertulias televisivas.
Es cierto que no es suficiente con tener buenas ideas e intenciones, es preciso saber comunicar para expresar con precisión y emoción coherente lo que se pretende. Pero la oratoria, en los representantes del pueblo español, adolece en la actualidad de la más elemental formación. Dominar “el arte de buen decir” requiere manejar las ciencias del saber: la filosofía, la lógica, la psicología, la historia, las ciencias sociales, el derecho, la sociología y todas aquellas que están en relación con la vida del hombre. Poco tiene que ver esto con el asesoramiento en un par de clases y con las exhibiciones prediseñadas ante un público. No, la formación oratoria es algo mucho más compleja, más grandiosa. Se necesita estudio, lectura, inteligencia, inventiva, y sobre todo práctica, repetición.
La buena formación tiene que ver con el dominio de los medios comunicativos: el dialogo, el debate -que es la fuerza intelectual de más alto nivel del ser humano- y, como no, el discurso. Es preciso saber, conocer, dominar cada uno de estos medios comunicativos, pero todo ello amparado por la razón, la argumentación.
El dominio de la argumentación de lo verosímil, del porqué digo lo que digo, del razonamiento para hacerme comprender mejor, permite reflexionar sobre las ideas y también descubrir a quien las porta. Transmitir el porqué de las cosas, de las opiniones, es algo crucial para el desarrollo de la Democracia. Recordemos a Cicerón: “Sin argumentación no hay discurso”. Pero todo lo que lleva tiempo y reflexión rompe con el ritmo televisivo, queda apartado, es más, es peligroso porque puede llevar al conocimiento de las verdaderas intenciones, de la personas.
Una sabia construcción y argumentación de las ideas no puede hacerse en un laboratorio, apartado de los ciudadanos. El faraón Ptahhotep decía: “Aquellos que tienen que escuchar las quejas y los gritos de su pueblo deben armarse de paciencia. Porque el pueblo quiere que se le preste atención a lo que dice, más que resolverse aquello por lo que viene”. Escuchar las voces, los anhelos, y empatizar con lo que verdaderamente importa a las personas es un ejercicio difícil de fingir, no queda más remedio que practicarlo en el contacto directo, pero a algunos políticos y a sus asesores les queda poco tiempo para remediarlo.
La elocuencia es la razón apasionada, decía Platón, y la pasión del buen político debe emerger no de la dramatización fingida sino de la verdadera adhesión a las metas y a su pueblo, una característica esencial y común entre los grandes líderes de la historia de la humanidad y que es preciso no olvidar. Para seducir es necesario antes estar seducidos, nos advertía Aristóteles. Y de este apasionamiento por llevar a los ciudadanos a una situación mejor surge el gesto espontáneo, la sonrisa sincera, la voz emocionada…
Si el político entra en este mundo guiado por el “experto” serio, preparado, conocedor de la “técnica” o “arte oratorio” no solamente se hará comprender de forma sencilla sino que creará en sus oyentes, la confianza, el respeto, el ejemplo y después la admiración. Acercarse y tocar al ciudadano, tomar en brazos a un bebé, escuchar sin oír a la anciana… son gestos vacuos de un político de altura, sino va acompañado de mucho más, conscientes de que al pueblo no se le representa con estos gestos para la ocasión.
El político, no debe olvidar que la democracia se nutre del disenso, del desacuerdo y esto requiere aceptar las reglas de las discrepancias, y que debe dirimirlas, no con la fuerza, no con la coacción, no con la violencia, sino con el arma más persuasiva que posee el hombre, la palabra. Pero la palabra debe de ir sustentada, arropada por la argumentación verosímil, lo decía Protágoras de Abdera: “Sobre todas las cosas hay siempre dos puntos de vista”.
Mucho trabajo tienen nuestros políticos por delante y mucho empeño deben poner los nuevos hacedores de la comunicación para distinguir bien. Parafraseando al maestro Rumi: “Existe oro falso porque existe el verdadero”.
Autores: Antonio Guerrero y Carmen Loureiro